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Celeste diáfano como las praderas del cielo,
entonces las calles eran un
juego de barro.
Nos sentíamos invencibles
borregos
en la presencia dórica del
pasto.
Pasábamos extensas horas
en el potrero pateando la
única pelota del barrio,
tan sencillo era conquistar
sueños paradisíacos,
nos reconocíamos por el mote
sin mirar los rostros
registrábamos los nombres.
Pasmada sensación infante,
los cuerpos se alejaron,
desaparecimos tras los
árboles
sin saborear el sexo,
ni el cosquilleo de
enamorarse
de una zagala constelada
que nos perturbara al mirar.
Entonces se abrieron nuevas
dársenas,
cada bajel viró su rumbo
hasta algún puerto de
antípoda madrugada.
Hoy regresamos en comunión de
caterva,
de distantes tierras sin
nombres.
Con festejo coloquial de
opuestos horizontes,
bajo un solsticio, nos
congratulamos con asado y vino
bajo el última parral con
frescor de hoja reverdecida.
Eran tan gruesos los
eslabones de la amistad
que al cerrado abrazo
comprendimos
el valor de la infancia
compartida.
Del libro DIEZ POETAS
SUDAMERICANOS- – Concurso ed. PALIBROS – julio 2016 - N.Y.
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