Animal
doliente
de rostro huracanado,
transmigra
su paso de inválida ráfaga
plomizo flujo de automatismo demacrado,
zapatos raídos en grisura se desquebrajan.
Ápices
inmolados, sostén arqueado de cenizas.
El
moho es la visión torcida del espectro pálido,
tardío
pulsar de reflujos retrotraen las
arterias
y en
la noche febril impera la aspereza
acrática.
Los
nervios se tensan en maromas de un hilo
cuando
las ratas aúllan en las aldabas
y los
perros de los tejados claman en ladrido,
el
zurriago del hambre azota esmorecidas
almas.
Un
siniestro paso de pencos cuelgan cogollos en las ventanas.
Vírgenes
ojos captan la escena de sabor angustiada,
de
altas azoteas bocas salinas murmuran con forma escuálida
y bajo
un peñón de almohadas el oído flemático desecha la plegaria.
Al
súbito topetazo la brutal noche con capucha incisiva
embalsama
al transeúnte que se asfixia sin pronunciar la suplica
y
miles de ojos entre redes negras al cubilete fortuito contemplan
la
próxima victima, raya su sombra la mano oscura
que
pinta velos de niebla densa bajo un telón de hiel que supura
todo
el horror que la garra anestesia es tan real que supera utopías.
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