Un hombre lleva en su rostro señas
trabajadas por el filo del tiempo,
rigor de frías madrugadas y sueños pálidos
evidencian el cortejo del ocaso,
las palmas colmadas de callosidades
duras
producto de afanoso brego.
Sus dedos son un dolmen al grosor áspero,
contacto con la lija en estaciones lúgubres.
Luce astillado frente al espejo
y una a una, la horda del vidrio
llora y la sal triza sus órbitas,
el tiempo del amor celestial pasó volando.
Un hombre que desconoce la espera de la
muerte,
aprendió a agradecer los menesteres
diarios,
la rutina del trabajo,
el sueño licuado y el sabor del vino
barato.
No sospecha la etimología del abandono,
esa mujer que ha amado lo dejó ya hace
años
y puede recordarla sin agotar la
realidad.
Realidad que solo vive el presente,
el porvenir es la distancia que media
el ladrillo
con una copa de champán.
Vive el lado azul de la esperanza
con mortal inocencia,
ha tenido voz de huésped y espacio de
vaga espera.
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