Me fracturé entre soles y lunas
buscando tu mirada en los montes.
Eras eco en las alturas
y en nubes de hielo mi cántaro de
lluvia
se colmó de nieves.
Caminé valles y montañas,
quebradas, cuchillas y planicies sin
horizontes
preguntando por la historia que dejé en
tus oídos.
Aun eras amor de ensueño,
calor de morados frutos,
glicina sonriente enroscada a la mañana.
Me iba adelgazando como peregrino bajo
infernal estío,
cual la aridez en el cuerpo enflaquecido
de la marea
y en triste paso sin consuelo era vasija sin vino.
Te busqué entre los vaivenes del
manzano,
mi amor era ese fruto descarnado,
una cruz de luto, un cruel lastre que
no cesa al ocaso.
Iba cargando mochilas de recuerdos
repletas
más las horas del mundo movían inquietas
manillas.
El tiempo se consumía en densos bosques
y no había ni una mínima gota de tus
gajos.
Pacientes corrían mis arterias
luchando contra el impulso emancipado.
Entre hileras de brazas encendidas
me senté en la piedra de los reclamos
cual si fueses a arribar tu pulso
trayendo tu corazón a mis manos.
En ese duro asiento una brisa de nieve
era frescor
en mi rostro, me embebí con licor de
cerezo
porque en la oquedad del pecho algo dolía.
Los dientes se mellaron en mis entrañas
mordidas,
sangraba bajo ese negro paraguas el alma.
Disfrazado evocaba tus caricias
invernales
memorando ese silencio de rumor
donde todo era salmo de voces.
Ya no quiero esos muros sensibles
hamacándose de a ratos, ese instante sin razón
donde penetré mis ilusiones.
Tal vez madure en mi boca otro nombre
que renueve sinsabores de mi paladar,
venga con alas guardianas de aleteo
circular
y en su compañía tache la pendiente
suicida.
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