Un guante aprieta el
gatillo
a la cabeza del alce que
vuela
entre el metal y la
esquirla,
en el pasto que era su
huella
se abre la arpillera y
con la boca abierta del
saco
entran bacterias
esterilizadas
junto a vidrios rotos de la
ventana nocturna
donde el forestal de frutos
quedó vacuo.
El cobarde cañonazo en
distancia
no es disparo de hambruna.
Grito de júbilo en la
intemperie
proclama la fauce
egocéntrica,
con dientes que brillan en la
espesura
del bosque que expulsa
hedor
a moscas pútridas en su
huida.
Pero el lobo de la bala
es buen anfitrión
de todo lo que cabe en su
vitrina
de paredes condecoradas,
de cabezas bien
conservadas
con ciencia taxidermista.
Luce medallones o hace
negociones
después de huir con temor
fugitivo de árboles altos
amparado con la historia
que narrará sobre el cómodo
asfalto,
en una cómoda sala de ilustres
invitados
cuando taña el martillo de
subasta
esos cuernos bien tasados.
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