Celeste
diáfano
como
las praderas del cielo,
entonces
las calles eran un juego de barro.
Nos
sentíamos invencibles borregos
en
la presencia dórica del pasto.
Pasábamos
extensas horas
en
el potrero pateando la única pelota del barrio,
tan
sencillo era conquistar
sueños
paradisíacos,
nos
reconocíamos por el mote
sin
mirar los rostros
registrábamos
los nombres.
Pasmada
sensación infante,
los
cuerpos se alejaron,
desaparecimos
tras los árboles
sin
saborear el sexo,
ni
el cosquilleo de enamorarse
de
una zagala constelada
que
nos perturbara al mirar.
Entonces
se abrieron nuevas dársenas,
cada
bajel viró su rumbo
hasta
algún puerto de antípoda madrugada.
Hoy
regresamos en comunión de caterva,
de
distantes tierras sin nombres.
Con
festejo coloquial de opuestos horizontes,
bajo
un solsticio,
nos
congratulamos con asado y vino
bajo
el última parral con frescor de hoja reverdecida.
Eran
tan gruesos los eslabones de la amistad
que
al cerrado abrazo comprendimos
el
valor de la infancia compartida.
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