Con
su colosal ojo, el sol
no
puede distinguir
las
planicies de los arroyos,
ni
ver lo que contempla
la
mirada que se cierna
en
una lozana cabellera.
El
viento con sus fuertes pulmones
puede
golpear nubarrones y que llueva en agosto,
levantar
hojarascas del suelo
y
batir arquitecturas de plumaje insuflando el vuelo.
Pero
nada saben los cuatro vientos
de
la sutil escoba con mil felpas de dientes,
delgadas
como una rubia hebra
que
se tuerce como girasoles.
La
luna, todo orgullosa,
de
plata y cobre pudiera,
ocultarse
tras el lomo albo de una estrella
temblorosa
y retumbar todo el firmamento,
alumbrar
errantes primaveras
de
hojas cadmias sin huellas.
Pero
no llega a incrementar su plenilunio
ni
entregar a dos labios un beso profundo.
Cuando
viene la noche a refugiar sus corderos
cimbra
en mis pabellones un ínfimo sonido,
y
sobre el silencio del agua quieta
mi
mujer expulsa un dulce silbar de jadeo.
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