Le dolían los pechos de amamantar tantos críos.
En un decenio dos mozas y siete machos había parido, el séptimo según la
leyenda le salió lobizón y por las noches de luna llena entre rebaños de ovejas
saciaba el instinto salvaje sin razón.
No había espacio en la mujer para calmar el hastió
ni por la pendiente gravedad de senos caídos. Se aferraba a la esperanza de ver
estirar sus hijos llevando los cachorros la frente alta con honor.
Más que la espina del mendrugo padecía la desazón
que al foso futuro enjugara falsas lágrimas
el patrón.
El menú era divino pan horneado al barro,
mate con yerba secada al sol y si había fiesta algún locro con carne de vaca
vieja.
El figurín delegaba al maestranza la orden de
levantar la cosecha pero ignoraba la siembra del tubérculo con la espalda
doblada. Doliente columna levantando bolsas de papas. Desconocía los secretos
de la semilla del lino, el polvo del algodón, el poder de la harina en molienda
subida al cuerpo del trigo, ni el abono del residuo vacuno.
Así fueron los anales viendo florecer la
casta del linaje que alumbró.
Pies negros de barro descalzos elaboraban el
esfuerzo de la educación. Después del rancho escuela se acoplaban a la faena
valiente de la madre.
Desde el canto de gallos que al alba
bostezaban desplegando crepúsculos de alboradas, hasta el remoto trajín del
ocaso perdiéndose al horizonte.
El estipendio semanal de la faena no
mensuraba la balanza en la siega del maizal, se agotaba la fuerza hasta fatigar
la acción.
Mas la mujer de llagadas manos había acariciado
la prole con tierna devoción y aún en su analfabetismo sabía la distancia de la
resta con la suma.
Harta un día partió con premura a encarar al
mayoral en sus afincados lotes
y con furia acumulada explotó la palabra
retumbando hasta la nuca cuando pronunció… Pobrecito
señor…Usted es más esclavo que yo.
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