Sé que es el amor el que
persiste,
huelo
su aroma.
Porque
la ola,
antes
diminuta, se agiganta, y
con
salvajes oceánicos ojos me mira.
Me mira al cerrar la tarde,
cuando
las gaviotas ambulantes de la playa,
van a
reposar sus plumas de albor sobre las rocas.
La
arena se hace uña y rasca,
rasga con garra tenaz mi espalda,
mientras
la tarde me sigue abandonando
con mi
recuerdo de sonrisa desterrada, y
mis
temblores de tierra,
temblores
de muchos hombres,
como un
chal pesado de polvo sobre los hombros,
como
tejido de lana ferroso y dolor de frontera.
El sol anaranjea, clareando la tarde y
va
escapando a su guarida noctámbula.
La luna anuncia su presencia estelar,
con cartel y rol protagónico,
casi de brilloso lente espejado,
refleja
e insiste con mi soledad de sombra.
¡ Y del
amor ¡
Maremoto
oceánico.
Con las
crestas del oleaje lapidarias,
destellando
mástiles y banderas,
barcos
y galeotes de antaño.
Aun me
mira,
con
mirada celosa y vengativa.
Enroscándome
la cuerda al extremo como amarra
Y
cubriéndome con el velo muerto
de
alguna nave extraviada.
Como si
con la niebla pudiera cegar mis ojos y
con su
rumor de agua encender mi sonata solitaria,
Y con
su furia,
desmembrar
mi recuerdo febril de ella.
¡ Escucha mar
¡
Aún
tienes las manos blandas para descuartizar mis recuerdos y
dejarme
la soledad como compañera eterna.
Aunque
amenaces con diente caníbal y
cuchillo
carnívoro con tu ola arrogante.
Tengo
de ella
la casi
ilusa esperanza
de
encontrarla recostada bajo la arena,
besando mis pies descalzos.
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