Un lúgubre cuarto nos hospedó
en la altura del conventillo,
tan lúgubre que la luz era parpadeo
del
cercano callejón.
Macula
y estrecha,
mínima dimensión
que
voces del abajo y
ecos
ebrios exudando alcohol
olían
a muerto abadejo.
El
camastro era un torbellino
de
húmedas sabanas carentes de pasión,
sudaban
éxtasis breve,
saludo
frio del rincón de un adiós.
En
estos oxidados resortes con grietas
poseí
su cuerpo en reflejo
ante
un obsoleto cristal declinado que
ocultaba
telarañas de rostros despojados.
El
hueco de la soledad retumbaba
con
voces ajenas de mujeres marionetas,
de
ávidos proxenetas mirando tras la ventana.
Absorbí
los rojos de sus labios
bajo
un telón sin estrellas,
hasta
el aire fornicaba con vacías botellas
pendiente
del reloj que apuraba las telas landas.
En
el piso vivía la penumbra,
marcada
huella de antiguos pasos,
los
rincones olisqueaban a genitales y
en
las paredes solo humo de fugaces roces.
Me
embriagó con sus uvas sin ocasos mientras
en
su boca abismal hallé el secreto del fuego.
Su
piel era de jazmines relucientes,
de dones ardientes raptados al averno,
polvo de refinada harina eran sus
vellos
y
sus miembros…
Del
extremo de los pies todo sabía
a
fresas celestiales,
a fértiles jardines cultivados.
Bajo
ese techo de cielo
detentamos
el cuerpo del amor.
Las
voces ya eran mudas,
la
pocilga un palacio,
su
piel mi reino,
su
aroma mi lazarillo y
su
corazón mi dicha.
La
noche cercenó beodas lenguas mudas,
en
la ventana se fatigaron voces roncas
que
trepaban al altillo cual venenosas hiedras,
invadían
nuestras zonas con negrura pero
gobernamos
la oscuridad con miradas encendidas
en
el crisol del amor que ignora las sombras.
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