Quizás
esta vaga ilusión citadina
de
algarabía en la gran metrópolis
desmembró
la nostalgia de dulces momentos.
Cuando en
calma disfrutábamos la hogaza en la mesa.
Con las
manos de tierra éramos agricultura de dorado trigo,
en los
surcos plantábamos celestes semillas
bajo el
sol silente bronceando sombreros de mimbre.
El hogar
era símbolo de convivencia,
la argenta
matriz de nuestra esencia.
Infatigables
horas continúas fortalecían nuestro destino
de aves
libres sin orden de semáforos.
El vino
era melaza en la copa circundada por los labios
mientras
la siesta cuajaba su espíritu de fermento.
Simples
bandadas de alondras dueñas del trino
entre
eucaliptus inclinados su canto se dilataba
y en
menguases charcos agrupado croar de renacuajos.
Así
llenábamos hendiduras de sembradío
cuando
estirábamos la noche desde el incipiente alba
y el
compartido reducto plegaba nuestras manos
de cerrados valles
mirando atónitos tras las ventanas.
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