Pequeña flor mía,
volátil polen nutriente,
como la mínima abeja me circundas
con zumbido y dulce producto y
ante mis ojos desnudas
tu corazón de almíbar.
Cuando la lluvia
te embellece en actitud ferviente,
forja un espejo iridiscente sobre tus
hombros
donde descansan los poderes de las
viñas.
Tu pelo de espigas desciende
entremezclados colores de alquimia,
algo dorado como áurica vertiente
y un tiente azabache cercano
a la oscuridad tras los montes en
vigilia.
En una noche cerrada,
atestada de herbarios sales nutriente
como el crudo tabaco fortalecido en
la planta.
Son tus hombros un enigma
que en la lupa de mi vista liman sus aristas
y cuando provocan un simultáneo roce,
vestidos de purpura sangre,
se convierten en deseo de estambre y
de los canales arteriales recogen
signos de maderas
que arden como leños hachados en
prismas.
Al recorrer la longitud de tus venas
se seducen mis palmas artesanas
y brillan en el planeta del bronce
tus curvilíneas membranas.
Se concentra mi instinto animal
como un toro en plenitud genital,
enardecido tras la virtud de la
hembra.
Al piélago de tus hombros
cual palomo bravo desafío al silencio,
expulso un arrullo enamorado
en la oquedad de tu oído,
mientras reposo mis mejillas al
plácido círculo
de tu hombro, voy susurrando a la caracola
de tu país agrario, que pacte su
riqueza con mi vínculo.
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