Heridas mudas llevaba su alma dolorida,
cardos y espinas,
lejanía de imágenes bellas,
palabras flagelantes respiraban sus labios.
Viva se oxigenaba en la cornisa de la muerte,
al borde del riachuelo se pintaba
en colores ajetreados de Quinquela.
Era la Boca el molde de su suerte,
en esas paredes multicolores
el tango era presagio de fuelle abandonado,
de flores fallecidas revestía sus llanos al
mirar la luna entrando con maullar de gatos.
Cuando la densa sombra era desértico estepario
masticaba sus pecados entre
aldabas que había golpeado,
en umbrales
de puertas sedientas,
entre brazos
errantes de hombres,
entre promisorias palabras de falso enamoramiento.
Bajo la mirada de antiguos puertos estibadores
la farola se esfumó como la calidez del abrazo y
los fantasmas del fondeadero no conocían su nombre.
Estaba repleta de deseos tras un amor conquistado,
la catarata de su sonrisa era adoquín de barro
que se diluía
como ese sabio tango de percanta amuradora,
más quién la viese ahora
en la floja baldosa que retorció sus flores.
Ya eran retoños fallecidos sus ramos de camastro.
Evocaba su cuna
donde escuchaba viejas voces del barrio y
sus labios expulsaban dolor de ingenuos pecados.
Hasta que la Boca, su barrio,
le bailó un tango
en la húmeda madrugada
que su cuerpo tocó el fango.
Su camino equivocó el destino
de un gotan con compas de abasto y
el arrabal de las callecitas turísticas
le dejó un sonido estrafalario.
Hoy es la riqueza
del barrio,
la santa imagen de
la Boca
que valoró más su
honra
que sus pasadizos en pecado.
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