El
halagó tu oído
con
relatos cenicientos,
horadó
tus sienes con bellos sueños
de
nodriza que se apegaron
en
las paredes de tu cerebro.
Fue
el mago hechicero
que
distendió tus gestos,
el
embaucador maquinista
acelerando
tus latidos,
el
mágico carrusel
donde
bailabas en el espacio.
El
corcel que huyó abruptamente
y
tus palabras se entumecieron.
En
la noche apacible
juntaste
fragmentos de los cristales
de
ese quebrado corazón frágil.
Residuos
de vidrios cortantes
clavados
en tu alma.
Volviste
a armar los retazos
en
compañía solitaria
con
anteojera de obediente
potranca
tirando del carro.
Doliente
y sufrida.
Callada
y perpleja.
No
te preguntaste para que ordenar
el
caos en una vacía maleta,
ni
para que pronunciar otro nombre
ni
oír el golpe de otros pasos.
Te
habías enamorado
de
un cobarde fantasma
que
en rictus de mutis
desordenaba
tu falda.
El
se fue plantando lagrimas en tus orbitas,
una
perpetua señal de fruncido entrecejo,
un
cruel tiempo en el cajón del espanto.
Tus
manos seguían acariciando
la
silueta de un espectro,
un
artificio de piel,
un
recuerdo adulante de diluida conquista.
Te
dejó la llovizna en los ojos
que
no apaga el simulacro de la risa
y
el ritual diario de esa nostalgia monoteísta.
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