El último crepúsculo
se fuga con el poniente,
en el bostezo del alba crepita todo lo
naciente.
Un sol rojo ígneo penetra ríos con
lentejuelas
y en algunos cedros cuelgan rastros de
escarchas
que se van diluyendo en agua, fuentes
desnudas
de luminosas ramas al oriente serpentean.
Sobre la copa arbórea despierta luz
nacarada que centellea,
tronar orquestado de hojas cual timbales,
cantatas de ecuestres lunas,
cabalga el mineral su molienda dispersa en
la tierra,
hacia la bajamar el atajo vislumbra crespas
y tornasoladas mareas.
Obcecada palma del horizonte alzando espuma
que burbujea como un salitre duro de
marmórea talla,
yergue su eminencia de colosal altura silbando sobre la piedra.
El día trae en sus manos tajamares de
nombres que resuenan
como una copla de viento que expulsa por la
boca bellos acordes,
cinceladas runas en la permeable corteza
terrestre
que rajada abre simas de ecos indelebles.
La briza es el inicio del cantar en la
cosecha
y en la copa se precipita el depósito del
germen.
Los nombres que la memoria olvida
emergen en blancas acequias.
Trasvasan las fronteras del mundo resonantes liras y fagotes,
montando corceles del aire diseminan
áuricos simientes.
Borrados confines resaltan viejas voces animadas,
resurgen instantáneas y brotan en espigas
de labios
y en la envergadura planeadora del albatros
llegan a ser letras melodiosas de palabras
convocadas.
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