Noche de
ramas veraniegas,
el
viento irrumpe la copa del árbol
y
un sacudón agita
verdes
hojas que tintinean.
El
cuerpo de la noche pulsa
-bajo un manto de lentejuelas-
la
magna incitación de la azul bóveda
donde
relucientes astros opacan neblinas
que
se disuelven entre auroras que ciegan.
Altares
broncíneos al aire fibrilan
aliento
de voces que jadean,
en
los tímpanos cimbran
cantos
del agua encauzadas al rio.
Bajo
una lluvia cristalina,
nacen
paraísos de líbelas que respiran
entre
burbujas de espumas y corolas de estío,
dos
espejos refractan luces que astillan retinas.
Asciende
la febril temperatura del habitáculo,
las
paredes sudan y se humecta el espacio.
Dos
corazones caben en un latido
y
la infinita noche cómplice parpadea
entre
agiles sombras de algodonada arena
donde
la brisa protagoniza el camino a su retiro.
Como
un abano ensordecedor los brazos del árbol
en
vaivenes festejan el contemplativo natalicio
del
amor y en tus pupilas se dilata el oriente del cielo.
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