martes, 26 de mayo de 2015

, CRISOL DE CUERPOS



Un lúgubre cuarto nos hospedó
en la altura del conventillo,
tan lúgubre que la luz era parpadeo
del cercano callejón.
Macula y estrecha,
 mínima dimensión
que voces del abajo y
ecos ebrios exudando alcohol
olían a muerto abadejo.
El camastro era un torbellino
de húmedas sabanas carentes de pasión,
sudaban éxtasis breve,
saludo frio del rincón de un adiós.
En estos oxidados resortes con grietas
poseí su cuerpo en reflejo
ante un obsoleto cristal declinado que
ocultaba telarañas de rostros despojados.
El hueco de la soledad retumbaba
con voces ajenas de mujeres marionetas,
de ávidos proxenetas mirando tras la ventana.
Absorbí los rojos de sus labios
bajo un telón sin estrellas,
hasta el aire fornicaba con vacías botellas
pendiente del reloj que apuraba las telas landas.
En el piso vivía la penumbra,
marcada huella de antiguos pasos,
los rincones olisqueaban a genitales y
en las paredes solo humo de fugaces roces.
Me embriagó con sus uvas sin ocasos mientras
en su boca abismal hallé el secreto del fuego.
Su piel era de jazmines relucientes,
      de dones ardientes raptados al averno,
        polvo de refinada harina eran sus vellos
y sus miembros…
Del extremo de los pies todo sabía
a fresas celestiales,
               a fértiles jardines cultivados.
Bajo ese techo de cielo
detentamos el cuerpo del amor.
Las voces ya eran mudas,
la pocilga un palacio,
su piel mi reino,
su aroma mi lazarillo y
su corazón mi dicha.
La noche cercenó beodas lenguas mudas,
en la ventana se fatigaron voces roncas
que trepaban al altillo cual venenosas hiedras,
invadían nuestras zonas con negrura pero
gobernamos la oscuridad con miradas encendidas
en el crisol del amor que ignora las sombras.

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