La bota negra del mercenario
aplastó
frescas hierbas, pastizales y
acequias.
Hirió los cuidados surcos que
removió
el filo del buey con el
arado.
Rasguñó cereales henchidos
desfigurando la tierra en
holocausto de averno.
Agricultura sin derechos
repudiaron
el mandato cruel del zapato
abotinado.
Sobre las alamedas
despertaban los ojos del monte,
las landas caían en
terraplenes de cansancio,
ebrias nubes hincaban lanzas
de acero contras fronteras
y entre la comunión del
promisorio cieno con la tierra
irrumpían gruesas gotas de
milagro.
El agua penetró profundas
napas bajo la gleba,
alimentó terrones
enriquecidos de minerales.
Impulso de trombas pujaban
caudales de ríos
que no requerían las balas
uniformadas.
Rumoroso estruendo de venas borraron
el horroroso taconeo del
borceguí
y en la huellas quedaron
cordeles sin bríos.
Pudo más la paciencia del
hueso frio
que la tirana artillería del
fusil obsoleto.
Yo fui testigo del campo
yerto con savia de pulso lento.
Hoy abrazo los granos que
soplan pulmones del viento
y por mi frente transitan
crepúsculos despiertos,
auroras alineando al Jacinto
anejo al durazno fructífero.
Sobre los campos rubios un
diáfano sol alumbra transparencias
de centellas y en los prados
de Longchamps renacen verdes hebras.
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